A mediados de los 70, cuando Franco aún no se había terminado de morir del todo, había un bar de moda llamado el Cafetín Musiquero en la calle Santaló de Barcelona, donde, entre barbudos y progresía variada, tocaban con tristeza los músicos sudamericanos exiliados en Barcelona. Allí conocimos al trovador Carlos Puebla y dos de sus canciones más emblemáticas: “Y en eso llegó Fidel” y “Hasta siempre comandante”. Dos piezas más conocidas por su estribillo que por su título. El primero dice “se acabó la diversión, el comandante mandó a parar”. La segunda dice “aquí se queda la clara, entrañable transparencia, de tu querida presencia, Comandante Che Guevara”.
Puebla comenzó a cantar en La Bodeguita de en Medio a cambio de un simple plato de “moros y cristianos” (arroz blanco con frijoles negros) y terminó siendo el cantante oficial de una revolución capaz de mejorar extraordinariamente el nivel sanitario y educativo de la isla, pero incapaz de respetar las libertades individuales y colectivas de sus usuarios. Un movimiento inicialmente más nacionalista, anti-estadounidense y anti-español, que pro-soviético. Pero ahora no nos meteremos en esa camisa de once varas.
Recordaremos, en cambio, una noche lejana de verano, cuando saliendo del Cafetín una buena amiga húngara criticó con dureza las dos canciones y el arrobamiento que nos provocaban. Ella, estudiante estacional de español, vivía en Budapest bajo la férula implacable del primer secretario del PC húngaro, Janos Kadar, un dictador “elegido” el mismo año que las tropas soviéticas habían invadido Hungría para evitar una salida unilateral del pacto de Varsovia. Agnès, que, cosas del destino, terminó trabajando en la embajada cubana de Budapest, no entendía qué gracia le encontrábamos a aquel grupo de camaradas de Janos Kadar y sobre todo, de Leónidas Brézhnev, el Secretario General del PC soviético que había ordenado aplastar la revolución húngara de 1965.
Agnès y nosotros habíamos vivido bajo dictaduras. Una, fascista. La otra, comunista. Para ella, los comunistas eran represores. Para nosotros, los barbudos eran símbolo de libertad. Por qué? Probablemente, porque la imagen y sobre todo la percepción de unos y otros era muy diferente. Los barbudos no gustaban a los franquistas. Brézhnez tampoco, pero, al menos, representaba una cierta idea de orden, de previsibilidad, que, a pesar de su poder, no les inquietaba demasiado. En la URSS, como en España, el partido único y los militares representaban la estabilidad. Sus jerarcas eran conservadores, reaccionarios y militaristas. En Cuba, los barbudos eran idealistas, rupturistas, progresistas y carismáticos. Para los progres barceloneses de los años 70 no había duda: los buenos eran los barbudos y no se podían comparar con los soviéticos. Para los progres húngaros, en cambio, no había buenos y malos: todos eran comunistas y, por tanto, represores y basta.
Hay determinadas imágenes, cada vez menos espontáneas, que activan los sentimientos y emociones de la gente para facilitar la creación de actitudes y sentimientos favorables a un producto o servicio disponible. Eso, en los años setenta y ochenta era calificado de propaganda. Ahora se llama Marketing Emocional. Se trata de una técnica que puede ser comunicada, con intención o sin ella, a través de diferentes soportes, desde la fotografía a las canciones que se cantaban en el Cafetín Musiquero.
Pero seguro que si la emoción no responde a una realidad sólida y perdurable, el sentimiento acaba marchitándose. Es como la barba: si no refleja una personalidad auténtica, tarde o temprano, cae: o te la afeitas o te la afeitan.
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